Es probable que estemos frente a una de las peores generaciones de políticos en nuestra historia. Para apoyar mi aseveración basta ver el pobre nivel exhibido por una gran parte de los integrantes de los poderes ejecutivo y legislativo. Lo trágico de esta situación, es que parece ser precisamente hoy, cuando se requiere de mayor capacidad y altura de miras.
Me centraré tan solo en el problema que ocupa la agenda de los últimos días: la exacerbación de la violencia en contra de las mujeres, que tiene su peor (pero no única) manifestación, en el delito de feminicidio. El problema, si bien presente desde hace décadas, hoy nos ha estallado en la cara y no podemos hacer otra cosa más que sentir vergüenza de ello. Debemos ser claros, no se trata de un problema creado por la presente administración. Hay muchas responsabilidades históricas que se tienen que repartir y que también se deben compartir. Sin embargo, lo que sí es responsabilidad de la administración del Presidente López Obrador y de todas las administraciones estatales, es la actitud con la que se encara el problema. No se puede, ni se debe caer en la indolencia. Por ello y con plena justificación, causa agravio cuando el titular del poder ejecutivo señala, que las manifestaciones en contra del feminicidio buscan desestabilizar a su gobierno. Lo menos que requerimos para enfrentar un reto de este tamaño es un gobierno inestable. Pero también, lo menos que necesitamos es un gobierno timorato, insensible o ignorante. Por el lado del legislativo las cosas no andan mucho mejor. La respuesta en la Cámara de Diputados fue un aumento en la pena correspondiente al delito de feminicidio. Se trata del típico caso de una política de más de lo mismo, que a efectos prácticos no significará ninguna mejora en la seguridad de las mujeres. Cada que ocurren actos condenables que cimbran a la opinión ciudadana, los legisladores parecen tener como única respuesta un aumento en las penas. Sin embargo, si algo nos ha enseñado el análisis económico del derecho, desde el trabajo seminal de Gary Becker, pasando por la acumulación de evidencia empírica sobre la eficacia disuasoria de la norma penal, es que las personas respondemos con mayor sensibilidad a cambios en la probabilidad de condena y no en variaciones en la magnitud de la sanción. En lenguaje terrenal: el problema está en la impunidad. De poco sirven penas muy altas si estas en el 99% de los casos no son aplicadas. A través de políticas de más de lo mismo estamos enviando un mensaje muy claro a toda clase de delincuentes: cometer delitos y agresiones es un buen negocio. Ante ese mensaje, no podemos esperar un cambio en sus conductas. Hechos son amores dice la sabiduría popular. El legislativo debería en este momento estar discutiendo qué requerimientos procesales y presupuestales se necesitan para que el subsistema de justicia penal funcione mejor. Estas medidas, sin embargo, no son de resultados inmediatos e implican comprometer recursos que gustosamente hoy se emplean en programas y estrategias orientados a la captación de clientelas electorales. En el cálculo legislativo, resulta mejor hacer como que se está haciendo algo. Mientras tanto, más y más mujeres siguen muriendo por el mero hecho de ser mujeres. Resolver este problema no es fácil y no se logrará en el corto plazo. Sin embargo, cuanto más tardemos en reaccionar, más difícil, largo y tortuoso se volverá el camino. Todos tenemos algo que aportar, en nuestra casa, en nuestra escuela o en nuestras oficinas. Hagamos un frente común en contra de cualquier manifestación de violencia, pero en particular de una de las más irracionales como lo es la violencia en contra de la mujer.
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September 2020
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